Vivimos en un país excepcionalmente privilegiado en términos biológicos, pero aplicamos políticas públicas ambientales destructivas que tienen graves repercusiones en la salud de los mexicanos y en el medio ambiente
Hace un año, en una columna invitada del periódico El Informador de Guadalajara1 , manifesté que si bien el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024 presentaba una visión muy esperanzadora sobre el medio ambiente, “la esperanza era necesaria pero no suficiente”. Ese plan planteaba: “En 2021 […] se habrá garantizado la preservación integral de la flora y de la fauna, se habrá reforestado buena parte del territorio nacional y ríos, arroyos y lagunas estarán recuperados y saneados; el tratamiento de aguas negras y el manejo adecuado de los desechos serán prácticas generalizadas en el territorio nacional y se habrá expandido en la sociedad la conciencia ambiental y la convicción del cuidado del entorno”. Pero enlisté nueve omisiones del plan que en su conjunto mostraban la ausencia de “propuestas concretas, factibles y realistas… [y de] una comprensión del funcionamiento de los ecosistemas de los cuales depende la sociedad mexicana para prosperar […]”. Concluí alertando de que esto “[…] se traducirá en omisiones en la asignación de presupuesto, de personal y de compromiso, lo que lamentablemente ocasionará lo opuesto de lo que manifiesta es su propósito: evitar ‘dejar un territorio en ruinas para las futuras generaciones’”. Lamentablemente, a sólo trece meses de aquel análisis, hoy se cumplen estos tristes vaticinios. Empecemos poniendo la situación ambiental en contexto.
Los humanos que vivimos en este 2020 hemos causado y presenciado algunos de los cambios más drásticos que ha sufrido la vida en el planeta Tierra: hemos iniciado el sexto episodio de extinción masiva de especies como no había ocurrido desde que el gran asteroide Chicxulub cayó en la Península de Yucatán causando la extinción de los dinosaurios. Hemos transformado aproximadamente el 80% de la superficie terrestre, destruyendo ecosistemas o transformándolos por otros que no existían. Con la quema de combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) y el uso excesivo de fertilizantes artificiales y de agua, hemos cambiado la composición química y acidificado o salinizado la atmósfera, los océanos, los lagos y los suelos, generando mares muertos sin oxígeno en la desembocadura de los grandes ríos, así como un aumento en la temperatura del planeta. Esto último, a su vez, está derritiendo las capas polares y los glaciares montanos, elevando el nivel del mar, modificando las corrientes oceánicas, perturbando el clima y reduciendo la lluvia en grandes regiones continentales. Esto ha trastornando la distribución de miles de especies e inducido lastimosas migraciones forzadas de las personas llamadas “refugiados ambientales”.
La evidencia de estos cambios en los procesos ecológicos globales se ejemplifica objetivamente con el surgimiento, a partir de la década de 1950, de un estrato geológico donde domina, con aproximadamente 1kg por metro cuadrado, una nueva piedra de origen reciente: el concreto. Esta somera capa terrestre también incluye grandes cantidades de metales puros como el aluminio y elementos radiactivos como cesio y plutonio generado por las pruebas de bombas atómicas de las grandes potencias. También futuros geólogos y paleontólogos encontrarán como marcador estratigráfico los huesos fosilizados de una especie que hemos convertido en el vertebrado más abundante sobre la faz de la tierra, el pollo. Estos marcadores estratigráficos demuestran que ya ha ocurrido algo que para algunos parece imposible: los humanos han creado una nueva época geológica, el Antropoceno, la época del humano2
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